Madre de campo. Su cuerpo es trágico y viejo.
Su voz es como un canto. Habla sola y es de noche.
MADRE: Recuerdo lo despeinada que se despertó
esa mañana, Flora. Parecía que había dormido haciendo fuerza, que cada vez que
daba vueltas en la cama lo hacía fuerte. No sé…creo que recuerdo esa mañana,
porque para ubicar un relato, elijo un principio. Para mí fue ese. Fue la
primera mañana que la ví, que le cambié el rótulo de niña a madre.
Tiempo.
MADRE: Y
ahora que está muerta. Me cuestan los rótulos para quien ya no está. Aunque sea
ese, ya lo sé, pero no tendría que haber palabras para la muerte. No debería estar
permitido. Debería ser silencio. Y si fuera preciso escribir algo al respecto,
dejar espacio en blanco. La ausencia de la palabra, que eso sea la muerte. Que
no exijan vocabulario para el vacío. Eso pienso ahora. Antes no pensaba nada.
Flora ya no es más mi hija porque no está, insisto. La muerte hasta me quita la
anécdota. Hablo de una mujer desconocida.
Tiempo.
MADRE: Esa
mañana tenía el rubio alborotado, la cabeza. Se despertó arqueada y vomitó al
costado de la cama. Hubo olor en el ambiente. La madera chupa el mal aroma, así
estaba la habitación. En ese entonces nuestra casa estaba revestida de madera.
A Flora le gustaba la madera, decía que equivalía a estar afuera. Que lo más
natural de estar dentro de una caja, así le decía a su casa, era estar rodeada
de madera. Me hace llorar hablar de la mujer que ya no es más mi hija porque la muerte. Hacía
tiempo venía vomitando me dijo, pero yo nunca me había dado cuenta. Será que
estaba ocupada en otras cosas… En el campo siempre nos escupe la cama, porque
las cosas que hay que hacer son de temprano, con esa luz, después ya no sirve.
Quizás, en esas despertadas, era que me perdía de los vómitos.
Pobre Flora.
Y a escondidas ella limpiándose sus
porquerías…Sí, porque así estaba educada. Siempre recordaba la
buena educación como una anécdota sola, conmigo, cuando era chica. Los no
yo no se los ponía estrictamente, era solamente una vez que le decía que no,
después ella sola tenía que hacer las cosas mal para vérselas negras.
Así la
eduqué a la hija muerta, a la única.
Si, es
cierto que ahora me quedé sola. Recordaba Flora la anécdota esa, aunque había
infinitas. Las dos adentro de casa, una noche calurosa. Prendido el ventilador
en velocidad tres, la más veloz, en la cocina. Nuestro espacio compartido era
ese, porque el más grande, y porque olía bueno. El único espacio donde no había
madera, yo eso lo prefería, cierto era. Flora alrededor de cinco años, petisa,
acalorada como nadie. Mojando el suelo con el sudor de nena. Yo la miraba, a
ver qué quería hacer. Flora acercando los dedos al ventilador, de a poco, con
la intención de introducirlos adentro. Atravesar las barritas de hierro y
llevar directamente allí los dedos. Pensaba yo, ella sabe que va a ser
rebanada. Lo sabe. No tengo que decirle que no. Ya hubo un primer no. Ella lo
sabe, es Flora, bien sabe.
No se es chico un día, un día se empieza a ser
grande. Duró una hora ese vaivén de manos, yo la observaba. Había un peligro
ardiente, entre ella y yo, y el ventilador. Los dedos atravesaron.
Ya me recompongo,
ya estoy recompuesta.
2.
MADRE: Con un dedo menos se despertó esa
mañana, encima de despeinada. Me dijo algunas cosas que no le entendí, porque
el sueño. Cuando esto pasaba yo directamente desoía, tenía cosas contundentes
respecto a las vacas, los chanchos. Es que no sé cómo ser sincera con lo que
siento. Fue pura culpa del campo, no mía, haber dejado de lado la pasión por la
cría.
Un rato
después, cuando la oí, me habló de un embarazo. Al principio no le entendí.
Después sí. Su muñón del dedo gordo solía transpirar más que el resto del
cuerpo; yo le pasaba con el repasador para que no me diese asco. Porque cierto
es que un hijo también puede dar asco, y eso me pasaba con ella. La repugnancia
hacia el cuerpo perfecto que yo le dí, y ahora ella, que lo había maltrecho. Y
me habló de un embarazo, y pensé, que ahora también estaría deformando mi
legado. Yo no tenía intenciones de tener, ahora mismo, una hija ovalada. Ahora
mismo tenía que ocuparme de las fieras. Estaba sola, le decía a la luna cuando
podía: Estoy sola. Y mi hija roncaba.
Mientras le ajustaba la ubre a la vaca, yo
pensaba en un nieto. En la posibilidad de traer una infinidad que se me
pareciese, porque yo la abuela, y también pensé que no tenía tiempo. Que no me
quedaba resto de cariño, con el poco que me sobraba y repartía entre las
cabras, los huevos de mis gallinas.
¿Un hijo? Le pregunté a mi hija rubia. Me dijo
que sí, abultada en las sábanas de la cama. Que un hijo la estaba haciendo
vomitar muy seguido, y que necesitaba un médico especializado que la visara.
Que le constatara sino, que ese mal olor que le venía de la profundidad fuera
solamente de un empacho. Al día
siguiente, después de que pasé esa noche en temblores. La pasé afuera, al aire
libre, con viento de alitas de no sé qué insectos arriba de la nariz. Ese día
amanecí ahogada, quien sabe, la luz del día se me manifestó macabra.
Ya me recompongo, ya estoy recompuesta.
3-
MADRE: En un auto blanco llegó un médico
vestido de blanco. Los utensilios también eran blancos, pero no su maletín. La
tocó toda a mi hija, le metió los dedos adentro de la vagina y constató. Quitó
los dedos húmedos y calientes de adentro de mi hija, confirmó que ahí adentro
había un huevo. Yo le dije que era imposible. Le agarré los pelos duros al médico
blanco y lo saqué para afuera. Mis animales nos miraron fijo. Pensé en esto y
me pareció indiscreto: casi todos los bichos de mi campo eran hembras.
Esa tarde mi hija me juró con todo su cuerpo
que no había tenido relación alguna con ningún hombre y juró también que no
sabía de qué se trataba esto. Juró
también que nunca había visto un aparato reproductor masculino que no fuese del
caballo, del chancho, del toro; y que era imposible que su malestar hablara de
embarazo.
Pasaron algunos meses y me puse grotesca.
Cuando la escuchaba vomitar le gritaba que se calle. Y ahí, en pleno silencio,
oía al duende royendo la puerta.
4-
MADRE: Fue un jueves a la madrugada que salí de
casa para respirar el aire fresco. La encontré tendida sobre el pasto. Había
agüita en el aire. No dije nada, pero supe que estaba muerta. Al lado de ella,
mirándome fijo con ojo siniestro, había el toro.
Yo pensé, intenté recordar. ¿En qué momento
hubo animales machos en mi colección?
Me miró fijo, ya dije, con ojos de padre.
Todo lo que refería a mi hija, esa noche,
estaba muerto.
Y adentro de ella, como esperando, el monstruo
animal latía disciplinado.
Yo pensé, qué suerte que se hayan muerto.
El toro se alejó, y no corriendo. En las patas
peludas del animal pude entender, por única vez, cuando la paternidad se vuelve
urgencia.
Camila Fabbri
Nació en Buenos Aires, 1989. Su primera obra Brick ganó el Certamen de Dramaturgia de Sala TBK, con jurado de Walter Rosenzwit, Alejandro Mateo y apoyo del INT. Brick fue estrenada en Sala Granate bajo su dirección, y formó parte del Festival Escena. En el año 2012 estrenó Mi primer Hiroshima, su primera obra corta, en la Sala Elefante. Su primera novela, Trinidad, fue finalista del Concurso Editorial Dakota con jurado de Valeria Meiller, Pola Oloixarac, Romina Paula y Oliverio Coelho. Escribe reseñas y notas para el Blog de Eterna Cadencia, y publicó cuentos en diversas revistas. Actualmente asiste a la carrera de Dramaturgia de la Escuela Metropolitana de Arte Dramático.
Contacto: camila.fabbri@hotmail.com
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